De pronto llegó un soplo de sudario,
y una extensión de muertos infinita
se apoderó del vientre de una tierra
que se duele del pico que la hiere.
Lo saben los que nacen ya mineros
porque su primer llanto suena a sombra
que alumbra la esperanza de sus frentes.
Conocen su destino, los presagios
que revuelan el luto de sus pechos,
pero van a su infierno, porque es suyo,
con la sangre abrasándoles las manos,
y se queman, ardiéndoles las venas,
hasta encontrar la veta del espanto.
El sabor a carbón ciega sus ojos
y empiezan a cavar criptas sin alma,
ataúdes vivientes que impasibles
esperan que el patíbulo silente
del grisú, cuelgue altivo de sus perchas
las camisas inertes de esos hombres
que atraviesan el corazón del pánico
con la verdad nevada de sus huesos.
A pesar del negror que los dibuja
es tan blanco el sudor que les resbala
por la recia espesura de su rostro
que no puede la noche con la luz
de su piel, y aún muertos no se rinden
a los cuervos que niegan sus relumbres.
Antorchas vivas sois: Antonio, Orlando,
José Luis, Manuel, Carlos y Roberto,
de este suelo leonés que a fuego y mina
os graba en el recuerdo, en el metano
de su memoria, siempre alerta para
asfixiar a los tordos del olvido.
En un dolor de galopante luto
sigue la vida. Hay que apretar los puños
contra el cielo y seguir mordiendo el límite
del riesgo que separa el beso eterno
del aliento. La lucha hecha futuro
sembrará de lucernas las umbrías
y convertirá en pan las rocas duras.
La dignidad se expresa en nombres propios.
Así, a vosotras, rosas del calvario,
que lleváis el carbón en las entrañas,
oliendo para siempre a corazón
herido, os han de socorrer, brindando
sus hombros para transportar la cruz,
los crepúsculos que aún laten, haciéndose
auroras permanentes de una noche
que siendo mediodía se atrevió
a salpicar de duelo a España entera.
Es cierto que el averno se hizo instante
pero no es menos cierto que, repletos
de surcos renovados, los pulmones
seguirán germinando ese incoloro
oxígeno, que logra hacer presentes
las ausencias. No es añoranza, es
que vuestro sol incendia nuestras sombras
y nunca hubo más luz en nuestras manos.
Que lo sepan los padres de la patria:
los hijos del carbón nunca fenecen.
04/11/2013 m.s.g.
y una extensión de muertos infinita
se apoderó del vientre de una tierra
que se duele del pico que la hiere.
Lo saben los que nacen ya mineros
porque su primer llanto suena a sombra
que alumbra la esperanza de sus frentes.
Conocen su destino, los presagios
que revuelan el luto de sus pechos,
pero van a su infierno, porque es suyo,
con la sangre abrasándoles las manos,
y se queman, ardiéndoles las venas,
hasta encontrar la veta del espanto.
El sabor a carbón ciega sus ojos
y empiezan a cavar criptas sin alma,
ataúdes vivientes que impasibles
esperan que el patíbulo silente
del grisú, cuelgue altivo de sus perchas
las camisas inertes de esos hombres
que atraviesan el corazón del pánico
con la verdad nevada de sus huesos.
A pesar del negror que los dibuja
es tan blanco el sudor que les resbala
por la recia espesura de su rostro
que no puede la noche con la luz
de su piel, y aún muertos no se rinden
a los cuervos que niegan sus relumbres.
Antorchas vivas sois: Antonio, Orlando,
José Luis, Manuel, Carlos y Roberto,
de este suelo leonés que a fuego y mina
os graba en el recuerdo, en el metano
de su memoria, siempre alerta para
asfixiar a los tordos del olvido.
En un dolor de galopante luto
sigue la vida. Hay que apretar los puños
contra el cielo y seguir mordiendo el límite
del riesgo que separa el beso eterno
del aliento. La lucha hecha futuro
sembrará de lucernas las umbrías
y convertirá en pan las rocas duras.
La dignidad se expresa en nombres propios.
Así, a vosotras, rosas del calvario,
que lleváis el carbón en las entrañas,
oliendo para siempre a corazón
herido, os han de socorrer, brindando
sus hombros para transportar la cruz,
los crepúsculos que aún laten, haciéndose
auroras permanentes de una noche
que siendo mediodía se atrevió
a salpicar de duelo a España entera.
Es cierto que el averno se hizo instante
pero no es menos cierto que, repletos
de surcos renovados, los pulmones
seguirán germinando ese incoloro
oxígeno, que logra hacer presentes
las ausencias. No es añoranza, es
que vuestro sol incendia nuestras sombras
y nunca hubo más luz en nuestras manos.
Que lo sepan los padres de la patria:
los hijos del carbón nunca fenecen.
04/11/2013 m.s.g.
Qué gran poema y qué grande el poeta!!!
ResponderEliminarMuchas gracias por dejarnos compartirlo.
Maravilloso y muy emotivo! felicidades al autor
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